viernes, 20 de noviembre de 2009

EN EL FRENTE DE LA BATALLA

Robert Fisk, quizás el más famoso corresponsal de guerra de nuestros días, me contó una vez que, volviendo en tren del frente Irán-Iraq, uno de los soldados le preguntó: “¿Le ha gustado la guerra? Está genial, ¿verdad?”
Los periodistas que arriesgan la vida para cubrir los conflictos armados de todo el mundo siempre me han intrigado: ¿qué es lo que los lleva a arriesgar hasta tal punto su vida en sus profesiones?
Christina Lamb, del “Sunday Times”, vino a entrevistarme un día. Cuando descubrí que era corresponsal en Afganistán, acabé invirtiendo los papeles: empecé a hacerle yo las preguntas. Llegué incluso a basarme en Christina para crear uno de los principales personajes de “El Zahir”. Pero fue otra corresponsal, también encargada de cubrir Afganistán, la que me habló sobre una conversación que mantuvo con su marido. Una bella mañana de domingo, en Londres, le reveló su decisión:


—Quiero ser corresponsal de guerra.
—¡Pero tú te has vuelto loca! No te hace falta algo así. Tienes el trabajo que quieres y encima ganas bastante, aunque ni siquiera te haga falta para vivir.
—Digamos, entonces, que necesito estar sola.
—¿Es culpa mía?
—No. Te quiero y sé que tú también me quieres.
Entonces, ¿qué historia es esa de ir a una guerra de un rincón perdido del mundo? ¿Acaso no lo tienes todo?
—Sí, tengo todo lo que una mujer puede desear.
Entonces, ¿qué le ves de malo a tu vida?
—Justamente eso. Lo tengo todo, pero soy infeliz. No soy la única: durante estos últimos años he conocido o he entrevistado a varios tipos de personas: ricas, pobres, poderosas, acomodadas. En todos los ojos que se cruzaron con los míos, siempre leí una amargura infinita. Una tristeza que ellos no siempre admitían, pero que estaba allí, independientemente de lo que dijesen.
—¿Crees que nadie es feliz?
—Algunas personas parecen felices: simplemente no piensan en el tema. Otras hacen planes: tener un marido, una casa, dos hijos, una casa de campo. Mientras están ocupadas con todo esto, son como toros embistiendo: no piensan, solo avanzan. Consiguen un auto, a veces incluso un Ferrari. Les parece que en eso consiste el sentido de la vida y nunca se preguntan más allá de eso. Pero, a pesar de todo, los ojos arrastran una tristeza de la que estas personas ni siquiera son conscientes. ¿Tú eres feliz?
—No sé.

—Yo tampoco sé si todo el mundo es infeliz. Lo que sé es que las personas están siempre ocupadas: trabajando más tiempo del que les corresponde, ocupándose de los hijos, del marido, de la carrera, del diploma, de lo que harán al día siguiente, de lo que hay que comprar, de lo que hay que tener para no sentirse inferior, etc. Pocas personas me dijeron: “Soy infeliz”. La mayoría me dice: “Estoy de maravilla. Conseguí todo lo que quería”. Entonces, les pregunto: “¿Qué es lo que te hace feliz?”. Me responden: “Tengo todo lo que cualquiera puede desear: familia, casa, trabajo, salud”. Insisto: “En ese caso, el sentido de la vida es el trabajo, la familia, los hijos que crecerán y acabarán marchándose, la mujer o el marido que con el tiempo se transforman más en amigos que en auténticos enamorados. Y el trabajo terminará un día. ¿Qué harás cuando llegue ese momento?”. Llegados a este punto, no me responden. Se van por las ramas.
-¿Pero qué tiene que ver eso con ir a la guerra?
—Que me parece que en la guerra el ser humano vive al límite, puede morir en cualquier momento. Esto cambia su forma de mirar. Lo cambia todo. Es capaz de los actos más bárbaros y de los más heroicos.

No sé si es una buena explicación, pero es la de mi amiga, que en el momento en el que termino de escribir está columna, se encuentra de nuevo en el frente de la batalla de Afganistán

Paulo Coelho