miércoles, 17 de febrero de 2010

UNA SENTENCIA ECUÁNIME

Ante un tribunal norteamericano, se presenta una pareja con sus respectivos abogados dado que están en trámites de divorcio. El abogado de la mujer reclama para ella el 50% de la venta de la casa, así como una pensión de por vida por la cantidad de 500 dólares que, según enumera, será para cubrir los gastos de electricidad, teléfono, y una pequeña lista de gastos mensuales.
El abogado del esposo protesta, alegando que el hombre no tiene ninguna obligación hacia su mujer ya que los hijos son mayores de edad, están casados y ella bien puede ir a trabajar y mantenerse por sí misma; y además que ella nunca contribuyó a la manutención de esa casa, ni aportó ningún dinero para la compra de la misma.
El juez escucha ambas partes y se queda indeciso por un momento leyendo los documentos.
De pronto, escucha a la mujer llorando y le dice:
—¿Qué le pasa, señora?
—Señor juez, yo creo que todo eso es cierto. Así que voy a aceptar la sentencia de divorcio sin ninguna obligación de parte de mi marido hacia mí. Después de todo, yo bien pudiera ser una mujer profesional e independiente para defenderme sola.
El juez le pregunta:
—¿Y por qué usted no se convirtió en una mujer profesional e independiente? ¿Hubo alguna razón que se lo impidiera?
—Señor juez, realmente no había ninguna razón, fueron decisiones tomadas voluntariamente por mí.
—¿Pudiera ser más explícita y enumerarme esas razones que usted alega?
—Bueno, cuando me casé yo acababa de graduarme de la escuela secundaria. Mi intención era estudiar enfermería, pero no había dinero para pagar los gastos de dos personas estudiando, así que le dije a mi esposo que estudiara él y luego lo haría yo.
—Bien, y ¿qué pasó?, ¿por qué cuando él se graduó de ingeniero, no estudió usted?
—Pues, verá, él me pidió que tuviéramos nuestro primer hijo, ya que llevábamos cinco años casados y aún no lo habíamos tenido.
—¿Y qué pasó después?
—Nada, el niño nació, pero él no quería que el niño fuera cuidado por personas extrañas, y yo entendí que él tenía razón; así que decidí quedarme en la casa con nuestro hijo.
—Y cuando el niño creció, ¿qué sucedió luego?, ¿por qué no fue usted a estudiar?
—Porque ya para entonces tenía dos hijos más.
—¿Dos más?
—Sí, verá usted. Cuando tuvimos el primer hijo, mi esposo me dijo que debíamos tener un segundo para que el niño no se quedara sin hermanos, así que tuvimos el segundo tres años después, pero era otro varón.
—¿Y qué tenía eso que ver?
—No había ningún problema, estábamos muy felices, pero mi esposo me dijo que para que la felicidad fuera completa, debíamos tratar de tener una niña.
-¿Y...?
—Pues cuando el segundo hijo tenía ya 4 años, quedé embarazada y tuve a la niña.
—Y entonces, ¿por qué no estudió cuando ella creció?
—Porque no había quién llevara al mayor a las prácticas deportivas, ni quién los llevara a la escuela, pues el autobús los dejaba muy lejos de la escuela. Temiendo por su seguridad, mi esposo y yo decidimos que yo los llevaría a la escuela y los recogería. Así las cosas, dejaba al mayor en la secundaria, seguía con el segundo para la escuela primaria y regresaba a la casa con la niña a preparar la cena. Cuando los recogía, dejaba al mayor en las prácticas de judo, al otro en las de fútbol y seguía con la niña para las de ballet.
—Entonces, ¿siguió usted posponiendo su educación?
—Sí, señor juez, lo hice por mi propia voluntad
—Y cuando sus tres hijos se fueron independizando, ¿por qué no ingresó usted a la universidad?
—Para entonces la madre de mi esposo había enviudado, se enfermó y necesitaba de alguien que la cuidara. Así que hablamos del asunto y llegamos a la conclusión que no la íbamos a internar en un asilo, sino que la traeríamos a vivir con nosotros ya que los demás hijos estaban fuera.
—¿Y cuánto duró esta etapa?
—Bueno, unos seis años. Ella tenía Alzheimer y como la cuidábamos tan bien, su decadencia no fue rápida. Murió de un ataque al corazón después de que llegamos del paseo que todas las mañanas dábamos por el barrio. A ella le encantaba darles de comer a las palomas en el parque.
—Y mientras tanto, quiero decir, durante todos esos años, ¿había alguien que le ayudara?
—¿Ayudarme, a qué?
—Pues a limpiar la casa, cocinar, quiero decir, las labores normales de un hogar.
—No, mi esposo ganaba muy buen sueldo, pero figúrese: eran tres hijos para criar y educar, y el costo de la vida cada vez subía más, así que yo trataba de ahorrar.
—¿Y cómo ahorraba usted?
—Pues en lugar de llevar la ropa a la lavandería, yo la lavaba en casa, planchaba toda la ropa de mi esposo y la de los muchachos; arreglaba el jardín, y esto era lo que me costaba mayor esfuerzo, pues tengo problemas de la columna, pero hacía el esfuerzo y le aseguro que nuestro jardín no tenía nada que envidiarle al de nadie en nuestra calle.
—Y quién cocinaba, ¿usted también?
—Por supuesto, mi esposo odiaba la comida de los restaurantes. Como él tenía que almorzar por fuera de casa con sus clientes tantas veces, decía que nada como la comida que yo le preparaba.
—Supongo que usted no iba a esas comidas.
—¿A qué comidas?
—A las de su esposo con sus clientes.
—No, no tenía tiempo. Precisamente, fue en una de esas comidas donde él conoció a Patricia.
—¿Patricia?, ¿quien es Patricia?
—Su novia, la joven con quien se va a casar cuando se haga el divorcio.
—¿Y cómo sabe usted que se va a casar con ella?
—Porque me encontré por casualidad con ellos, en casa de unos amigos comunes, el mismo día que estaban dando la noticia de su compromiso.
El juez se quedó mirando a la mujer y al ex esposo. Se levantó, cogió las carpetas con todos los papeles y se retiró. Todos se quedaron mirándose unos a otros, alguno encogió los hombros y se sentaron a esperar su veredicto. Al poco rato el juez regresó. Se sentó y se ajustó las gafas. Entonces, cerró las carpetas, las puso a un lado y dijo:
—Señora, he revisado cuidadosamente estas demandas, y he llegado a las siguientes conclusiones:
Primero: el divorcio se otorga con fecha efectiva a partir de hoy”.
Segundo: su esposo no tiene que pasarle una pensión”.
Al oír estas dos decisiones, el abogado y el marido se miraron con evidente satisfacción.
El juez prosiguió:

Tercero: usted se queda como dueña absoluta de su casa y del Mercedes Benz de su ex esposo; la cuenta de ahorros, y la corriente, las pondrá él a su nombre inmediatamente sin tocar un solo centavo. Igualmente la declaro beneficiaría absoluta de sus seguros de vida, así como de sus planes de retiro. También será obligación de su ex esposo seguir pagando su seguro médico hasta que usted muera.
Ante el estupor de la sala y la sorpresa de la mujer, el juez explicó:
—Mi decisión se basa, señores, en la suma de todos los sueldos por servicios que, como administradora, cocinera, chofer, lavandera, jardinera y enfermera usted prestó a su esposo, incluyendo a sus hijos y su suegra. Esta decisión será apenas una retribución parcial de los salarios retenidos por los veintiséis años de servicios ininterrumpidos que usted ha prestado. Como hay que ser objetivos, y sabemos que su esposo no podría pagar esa enorme deuda, pagará lo que si bien no es suficiente será relativamente justo. Por ejemplo, de ahora en adelante él pagará sus gastos de educación, transporte y libros, desde el momento en que usted decida regresar a la universidad a estudiar la carrera que elija. He dicho.

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