La mente humana es perezosa. Se auto perpetúa a si misma, es llevada de su parecer y con una alta propensión al auto-engaño. En cierto sentido, creamos el mundo y nos encerramos en él. Vivimos enfrascados en un diálogo interior interminable donde la realidad externa no siempre tiene entrada. Buda decía que la mente es como un chimpancé hambriento en una selva repleta de reflejos condicionados.
Tu mente, al igual que la mía, es hiperactiva, inquieta, astuta, contradictoria.
La mente no es un sistema de procesamiento de la información amigable, predecible y
fácilmente controlable, como ocurre con muchos computadores; nuestro aparato psicológico tiene intencionalidad, motivos, emoción y expectativas de todo tipo.
La mente es egocéntrica, busca sobrevivir a cualquier costo, incluso si el precio es mantenerse en la más absurda irracionalidad.
La pregunta que surge es obvia:
¿Por qué en determinadas situaciones continuamos defendiendo actitudes negativas y autodestructivas a pesar de la evidencia en contra?
¿Por qué permanecemos atados a la irracionalidad pudiendo salimos de ella?
Anthony de Mello decía que los humanos actuamos como si viviéramos en una piscina llena de mierda hasta el cuello y nuestra preocupación principal se redujera a que nadie levantara olas. Nos resignamos a vivir así, limitados, atrapados, infelices y relativamente satisfechos, porque al menos mantenemos los excrementos en un nivel aceptable. Conformismo puro.
La revolución psicológica verdadera sería salirnos de la piscina, pero algo nos lo impide, como si estuviéramos anclados en un banco de arena movediza que nos chupa lentamente.
El pensamiento que nos prohíbe ser atrevidos y explorar el mundo con libertad está enquistado en nuestra base de datos: "Más vale malo conocido que bueno por conocer". La piscina.
La mayoría de las personas mostramos una alta resistencia al cambio. Preferimos lo conocido a lo desconocido, puesto que lo nuevo suele generar incomodidad y estrés. Cambiar implica pasar de un estado a otro, lo cual hace que inevitablemente el sistema se desorganice para volver a organizarse luego asumiendo otra estructura.
Todo cambio es incómodo, como cuando queremos reemplazar unos zapatos viejos por unos nuevos. Teilhard de Chardin consideraba que todo crecimiento está vinculado a un grado de sufrimiento.
El cambio requiere que desechemos durante un tiempo las señales
de seguridad de los antiguos esquemas que nos han acompañado
durante años, para adoptar otros comportamientos
con los que no estamos tan familiarizados
ni nos generan tanta confianza.
Crecer duele y asusta.
La novedad produce dos emociones encontradas: miedo y curiosidad. Mientras el miedo a lo desconocido actúa como un freno, la curiosidad obra como un incentivo (a veces irrefrenable) que nos lleva a explorar el mundo y a asombrarnos.
Aceptar la posibilidad de renovarse implica que la curiosidad como fuerza positiva se imponga a la parálisis que genera el temor. Abandonar las viejas costumbres y permitirse la revisión de las creencias que nos han gobernado durante años requiere de valentía.
Ahora bien, podemos llevar a cabo la ruptura con lo que nos ata de dos maneras: (a) lentamente, en el sentido de desapegarse, despegarse, o
(b) de manera rápida, lo cual implica "acepto lo peor que podría ocurrir" de una vez por todas, en el sentido de soltarse, saltar al vacío, jugársela sin anestesia.
Las teorías o las creencias que hemos elaborado durante toda la vida sobre nosotros mismos, el mundo y el futuro se adhieren a nuestra psiquis, se mimetizan con todo el trasfondo informacional y las convertimos en verdades absolutas. Les hacemos demasiado caso a las creencias que nos han inculcado de pequeños.
Si toda la vida te han dicho que eres un inútil, es probable que tu mente se crea el cuento y organice una base de datos sólida alrededor de la incompetencia percibida.
Entonces, decir: "Soy inútil" es mucho más que una opinión, es una revelación convertida en dogma de fe. El slogan educativo con los años se convierte en un mandato difícil de ignorar:
"Si mis padres y amigos me lo dicen, por algo es".
Así nace el paradigma, es decir, la certeza incontrovertible de que soy como me han dicho que soy.
Las situaciones límite siempre nos confrontan y si somos capaces de aprovecharlas, podemos revisar nuestra mente a fondo.
Las situaciones límite pueden hundirte o sacarte a flote, conformar un síndrome de estrés postraumático o formatear el disco duro. Las creencias más profundas se tambalean cuando nuestras señales de seguridad desaparecen, y allí el cambio es inevitable.
La conclusión parece obvia: nos convencemos de lo que somos, asumimos el papel que el medio nos asigna como si fuéramos ratones de laboratorio.
Pero cabe la pregunta:
¿Y si no hubiera situaciones límite que nos precipiten al cambio?
¿Si nuestra vida se quedara anclada a la rutina y a la resignación de sufrir por sufrir?
Sencillo y complejo a la vez: debemos crear nosotros mismos las condiciones límite. Hay que crear la capacidad de pensarse y repensarse a la luz de nuevas ideas. Los procedimientos psicológicos más eficientes para que el cambio se genere consisten en llevar al paciente de manera adecuada y responsable, a enfrentar lo temido, lo desconocido o lo inseguro. Es allí, durante la exposición en vivo y en directo, que la realidad se encarga de actualizar nuestro software, de curarnos, de ponernos en el camino de la racionalidad y enderezar la distorsión.
Una vez las creencias se organizan en la memoria, las defendemos a muerte, no importa cuál sea su contenido. Quizás ésta sea la base de la irracionalidad humana. Dicho de otra forma:
Una vez instaladas las creencias, defendemos por igual las saludables y las no saludables, las racionales y las irracionales, las correctas y las erróneas, aun cuando nuestro lado consciente piense lo contrario.
¿Por qué no somos capaces de descartar lo inútil, lo absurdo o lo peligroso de una vez? Siguiendo a Krishnamurti, si vemos un precipicio no necesitamos hacer cursos de Precipicio I, Precipicio II y Precipicio III para concientizarnos del riesgo.
El hecho se impone, la percepción directa es suficiente: vemos el peligro y no dudamos en retirarnos, "entendimos", y punto.
¿Por qué entonces en la vida cotidiana caemos tantas veces por el precipicio?
¿Por qué repetimos los mismos errores?
¿Por qué nos cuesta tanto asumir una actitud racional frente a los problemas?
¿Somos masoquistas, ignorantes o testarudos?El camino es aquietar la mente e inducirla a que se
mire a sí misma de manera realista.
Una mente madura, equilibrada y que aprenda a perder.
Una mente humilde, pero no atontada.
Una mente abierta al mundo, vigorosa y con los pies en la tierra.
Walter Riso